El sentido común es el menos común de los sentidos. Hace falta tolerancia, valorar las situaciones que vivimos en el día a día, ser capaces de distinguir matices y circunstancias que le dan distintos valores a cada momento dentro de los muchos que tenemos que enfrentar, distinguir diferencias en escenarios que parecen el mismo.
Nada hay peor, en un intento de diálogo, que estar frente a quien está convencido de tener la razón. El gran pensador español José Ortega y Gasset, hace mucho tiempo dijo que «Nuestras convicciones más arraigadas, más indubitables, son las más sospechosas. Ellas constituyen nuestro límite, nuestros confines, nuestra prisión» (La deshumanización del arte, 1925).
Inherente al conocimiento, hay un carácter problemático en el que se presentan las ideas como el fluir de la experiencia humana, ideas mayoritariamente ignoradas o no percibidas, pero con una poderosa influencia sobre la persona en su totalidad. Hace falta un espacio para el análisis, la reflexión y la crítica de las ideas que nos mueven, de dónde proceden, cómo se formaron, qué sustento tienen.
Los tiempos modernos cuentan con infinidad de mitos como un manantial de promesas y optimismo sobre el desarrollo humano, la ciencia, el progreso, la comodidad, los alcances de la felicidad, tan huidiza siempre. El ser humano vive entre ilusiones y proposiciones, esperanzas y oportunidades esquivas porque no encuentra la forma de volverlas realidad. A veces ni siquiera tiene claro qué es lo que busca, qué es lo quiere.
La quimera humana le lleva en sentido opuesto al que realmente desea. En un mensaje del Papa Francisco, le escuchamos decir que el ser humano no debe llorar por lo que ha perdido, sino luchar por lo que le queda. No llorar por el ser querido que ha fallecido, por el ser querido que se ha marchado, sino prodigar atenciones a quien aún está contigo. No llorar por aquellos que te odian, sino reír con aquellos que te quieren. No sufrir por el pasado sino luchar por el presente. No llorar ante el sufrimiento para que tu espíritu esté en condiciones de luchar por tu felicidad.
Son palabras, dirán algunos. Sí, pero ¿de qué se alimentan las esperanzas, las motivaciones y la comprensión del mundo, si no de palabras? Las palabras son la magia que alimenta el alma, el entendimiento, el pensamiento, y se vuelven la medida de las cosas que pensamos y hacemos. Si no pensamos, no hacemos. Y el pensamiento y la reflexión se presentan a través de las imágenes que la palabra evoca.
Una de las paradojas de nuestro tiempo es la supuesta abundancia de satisfactores que nos enajenan y nos impiden pensar con claridad. La abundancia de bienes materiales se da en un mundo donde no todos tienen los recursos para obtenerlos, y sólo los pueden ver en los comerciales o en la propiedad de otros, para alimentar la ilusión de un día que te saca del presente, para ubicarte en un futuro que tal vez nunca llegue.
Buscamos la felicidad en las cosas externas, que otros nos muestran y nos hacen creer. No hurgamos en el interior, no sabemos cómo encontrarnos con nuestra propia conciencia, no sabemos poner filtros entre lo que nos ofrecen y nos llevan a creer y lo que está dentro de nosotros mismos, que es nuestra realidad última. Una realidad más serena, que nos permite encontrarnos, conocer nuestros deseos, lo que aspiramos y que nadie se lo puede llevar ni te lo puede quitar, si tú sabes que existe ese “algo” grandioso. Una prospectiva consciente es muy distinta a un anhelo irreflexivo. Debemos aprender cómo hacer, con lo que tenemos, un río de felicidad en nuestra vida, para no ahogarnos en el océano de anhelos irreflexivos de aquello que no tenemos.
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