El origen de la Semana Santa, como una fiesta cristiana, se encuentra en La Biblia, en las páginas del Nuevo Testamento, en los Evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan. Pero para entender completamente su origen y significados, se debe viajar atrás en el tiempo, hasta las antiguas festividades paganas cuyos ritos la hibridaron con el inicio de la primavera, donde simbolizaban el renacimiento y la renovación, comunes en muchas culturas antiguas, para posteriormente comprender los axiomas, liturgias, metáforas, alegorías, rituales y significados que señala la Iglesia Católica.
Cada país tiene sus particulares formas de celebración donde incorpora costumbres y tradiciones que les son propias desde hace siglos. Por ejemplo, los huevos de Pascua, la decoración de huevos y el consumo de dulces son una parte importante de la fiesta moderna de Pascua que se celebra en el mundo anglosajón y cuyo ejemplo lo vemos hoy en Estados Unidos y el Reino Unido. Pero el centro de todo, de acuerdo con el apóstol Pablo, está en el poder de Cristo sobre la muerte y la promesa de su Segunda Venida como fundamento de la fe cristiana (1Corintios 15:12-17; 1Tesalonicenses 4:13-18).
En el año 325 el Concilio de Nicea determinó que la resurrección de Cristo debía celebrarse siempre en un domingo cercano a la fecha de la Pascua bíblica sin importar la fecha del año. A partir de aquel momento y basándose siempre en el relato evangélico, cada país ha ido construyendo un conjunto propio de celebraciones. A pesar de las variantes y la diferencia de costumbres locales, la finalidad principal es celebrar o rememorar la pasión, muerte y resurrección del Mesías (www.barcelona.cat, Cultura popular, Ayuntamiento de Barcelona, 2025).
Cada año, Semana Santa no tiene días fijos para su celebración. Desde el Concilio de Nicea se celebra en función de los ciclos lunares en lugar de seguir el calendario habitual que adopta la periodicidad solar. Por tanto, el inicio de la Semana Santa se celebra en función del Domingo de Resurrección, que corresponde al siguiente domingo después de la primera luna llena de primavera y, por esta razón, cada año da comienzo en un momento diferente del calendario solar.
Cuando era pequeño, la Semana Santa tenía un sabor especial y de gran relevancia en la familia y la sociedad. Al pasar el tiempo se han ido trastocando los valores y se ha perdido parte de la religiosidad quizá, por una parte, debido a la comercialización que promueve viajes vacacionales, diversión y productos religiosos con fines de lucro, así como la globalización del último medio siglo que ha impulsado un pensamiento laico. Recuerdo que, en la primera mitad de los sesenta, mi abuela decía que estos días santos no eran para ir al río a nadar o jugar en el agua. Que eran “días de guardar” y no de diversión.
Mi abuela era católica aunque no una ferviente devota. En una mente infantil, las palabras de los familiares que más se quieren llegan al subconsciente y se estacionan ahí, esperando en el tiempo ser aclarados, interpretados, valorados. Algunas veces se quedan ahí, imborrables, perennes, como una impronta que parece que se adhiere a los genes y que forma parte del ADN, convirtiéndose en un reflejo en la conducta inconsciente de las personas.
Esos días de guardar se referían al respeto y la veneración religiosa sobre un hecho que alimenta la cultura occidental y en cuya celebración muchos católicos la asocian con la diversión y la algarabía, además de la mezcla de varias costumbres y deformaciones locales que la han venido transformando con el paso del tiempo. Recrear la última cena, el viacrucis, la muerte y resurrección de Jesús, es una hermosa alegoría que nos llena de misticismo y significado, bajo preceptos que mueven a la humanidad desde hace dos mil años.
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