El Partido de la Revolución Democrática (PRD) nació el 5 de mayo de 1989 como una esperanza. En medio de un México dominado por el autoritarismo priista, Cuauhtémoc Cárdenas y un grupo de disidentes rompieron con el poder para fundar una alternativa democrática, plural y progresista. Fue el símbolo del cambio político de una nación que reclamaba libertades y justicia social.
Durante los años noventa y los primeros dos mil, el PRD se convirtió en el emblema de la izquierda moderna. Enarboló causas que marcaron época: la defensa del voto, el federalismo, el feminismo, el combate a la corrupción y la igualdad. Por primera vez, un partido de izquierda accedía al poder sin tomar las armas.
Su fuerza electoral creció rápidamente. Ganó la capital, logró importantes posiciones legislativas y llegó a ser segunda fuerza nacional. Su discurso social y su cercanía con los movimientos populares lo convirtieron en el contrapeso real al PRI y al PAN.
Sin embargo, el partido que nació para combatir la corrupción y el abuso del poder terminaría devorado por sus propias contradicciones. En su interior se gestaba una guerra silenciosa por el control político y económico del partido.
Las “tribus” —como se les conoció a las corrientes internas— comenzaron a pelearse cargos, prerrogativas y candidaturas. Lo que en los noventa fue pluralidad, en los dos mil se volvió fractura.
La lucha entre Nueva Izquierda, ADN, Foro Nuevo Sol, Izquierda Democrática Nacional y otras corrientes internas convirtió al PRD en un campo de batalla permanente. Cada grupo buscaba cuotas de poder y control del presupuesto público. Las decisiones ideológicas pasaron a segundo plano.
En ese ambiente, la corrupción encontró terreno fértil. Casos como el de René Bejarano recibiendo fajos de billetes de Carlos Ahumada en 2004 o los escándalos en delegaciones perredistas de la Ciudad de México deterioraron la imagen del partido que prometía transparencia y ética pública.
El deterioro fue gradual pero implacable. Cuando Andrés Manuel López Obrador rompió con el partido en 2012 para fundar Morena, se llevó no solo militantes sino la base moral que sostenía al PRD. Desde entonces, el partido se vació de liderazgo, de convicción y de propósito.
En las elecciones del 2 de junio de 2024, el PRD obtuvo apenas el 2.43 % de los votos nacionales. No alcanzó el 3 % mínimo requerido por la ley electoral para conservar su registro.
El 19 de septiembre, el Instituto Nacional Electoral confirmó oficialmente su disolución. (INE, 2024)
El sol azteca, que iluminó la esperanza democrática de toda una generación, se apagó no por falta de enemigos, sino por exceso de errores propios.
La caída del PRD no fue un accidente: fue una implosión. El partido que nació de la inconformidad social terminó reproduciendo los mismos vicios del sistema que juró combatir. Su tragedia no fue externa, sino interna.
La guerra de tribus marcó su destino. Corrientes como Nueva Izquierda (los “Chuchos”), Alternativa Democrática Nacional y Foro Nuevo Sol dominaron el partido con una lógica clientelar. Cada grupo operaba como un feudo que controlaba candidaturas, recursos y alianzas locales. En lugar de fortalecer una ideología común, se construyeron parcelas de poder.
Esa estructura tribal generó corrupción y parálisis. Dirigencias estatales que se negaban a rendir cuentas, líderes que usaban prerrogativas para mantener lealtades, y una dirigencia nacional más interesada en el reparto de cargos que en la transformación social. El PRD dejó de ser un movimiento para convertirse en una agencia de colocación política.
La corrupción interna se volvió un mal endémico.
A los casos de los años 2000 se sumaron las irregularidades detectadas por la Auditoría Superior de la Federación en administraciones locales perredistas, donde los recursos públicos se desviaron sin castigo. Los escándalos de uso indebido de prerrogativas, nepotismo y contratos simulados con proveedores cercanos a sus liderazgos terminaron por hundir la credibilidad del partido.
En sus últimos años, el PRD se transformó en un cascarón. Sin base militante sólida, sin discurso ideológico coherente y con dirigencias aferradas a las prerrogativas, perdió contacto con su esencia. Su discurso de izquierda se desdibujó al aliarse con el PAN y el PRI en bloques electorales que confundieron a la ciudadanía. La alianza “Va por México” —que pretendía enfrentar a Morena— fue vista por muchos como un acto de desesperación más que de estrategia.
El electorado castigó la incongruencia. El partido que había nacido del “No al fraude” de 1988 terminó firmando pactos con los mismos actores que entonces combatía. Las bases sociales lo abandonaron.
En Veracruz, la historia del PRD fue el reflejo de su crisis nacional. Durante años, los liderazgos estatales se dedicaron a tejer alianzas con el poder local, a negociar candidaturas y a usufructuar cargos públicos.
La coalición PAN-PRD que llevó al poder a Miguel Ángel Yunes Linares en 2016 fue el ejemplo más claro: un triunfo político que terminó convertiéndose en un desastre ético. El partido que debía representar a la oposición social terminó aliado con el conservadurismo más pragmático. (El País, 2016)
En regiones como el sur y el centro del estado, las dirigencias perredistas cayeron en el juego del reparto: puestos públicos a cambio de silencio, candidaturas a cambio de sumisión. En algunos municipios, los comités locales se convirtieron en negocios familiares o plataformas personales.
Incluso después de perder el registro nacional, en Veracruz las pugnas continuaron. Los liderazgos estatales del PRD se negaron a entregar propiedades, documentos y bienes al interventor del INE encargado de la liquidación, complicando el proceso legal. (Expansión Política, 2024)
A nivel nacional, el partido acumuló más de 150 juicios por bienes y doble liquidación. La opacidad fue la última seña de identidad del sol azteca.
Mientras tanto, Morena absorbía su base social, su discurso y hasta parte de su estructura territorial. La izquierda que antes se reconocía perredista migró sin dudar al nuevo proyecto. El PRD, sin narrativa ni figuras, quedó vacío.
El gran error estratégico fue no haber renovado su generación de cuadros. La dirigencia envejeció políticamente, sin abrir espacio a nuevas voces. Los jóvenes militantes que aún creían en el partido terminaron frustrados ante la falta de oportunidades y la cerrazón burocrática.
En el discurso público, el PRD insistía en que representaba la izquierda moderna, pero en los hechos se convirtió en un intermediario del poder. Los acuerdos con gobiernos estatales, las cuotas en el Congreso y la lógica de sobrevivencia presupuestal sustituyeron a las causas sociales.
En Veracruz, en Oaxaca, en Guerrero, en la capital, los viejos cuadros del PRD se enredaron en pactos que diluyeron cualquier diferencia ideológica. Lo que alguna vez fue la casa de los movimientos sociales terminó siendo el refugio de oportunismos.
Así, cuando llegó 2024, el PRD ya no tenía electorado fiel. No había una causa que defender, ni una figura que inspirara. La ciudadanía lo había visto convertirse en aquello que decía combatir.
La decisión del INE de retirar su registro fue, más que un acto administrativo, el acta de defunción de un proyecto que perdió el rumbo moral. El partido que en 1989 nació como esperanza terminó reducido a una estructura vacía de convicciones.
La desaparición del PRD marca el fin de una era en la política mexicana. Pero más allá de la pérdida del registro, su caída representa una advertencia: ningún partido sobrevive a la corrupción, a la ambición sin principios ni a la guerra interna por el poder.
El PRD fue víctima de sí mismo. Las tribus lo convirtieron en un campo minado de intereses. La dirigencia olvidó que el poder se gana con legitimidad, no con cuotas. La corrupción erosionó su autoridad moral. Y su incapacidad para reconciliar su origen de izquierda con sus alianzas de derecha lo dejó sin identidad.
En Veracruz, como en buena parte del país, el PRD se convirtió en una franquicia política al servicio de los gobiernos en turno. Sus liderazgos locales perdieron la brújula y terminaron aliados al poder que decían enfrentar.
La historia del PRD demuestra que los ideales no bastan si no hay coherencia. La democracia que ayudó a construir lo terminó sepultando. El voto ciudadano lo castigó no por sus ideas, sino por su incongruencia.
Aun así, su legado permanece. Fue el partido que abrió la puerta a la alternancia, que puso en el centro el debate sobre los derechos y la justicia social. Sin el PRD, México no sería el mismo.
Pero el sol azteca, símbolo de luz y esperanza, se apagó entre sombras. Murió no por traición externa, sino por las grietas internas que nunca quiso cerrar. Su fin no es solo el de un partido: es el epitafio de una generación política que confundió la causa con el cargo.
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